Las puertas del cielo

De Julio Cortázar

A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina
acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de
morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía
concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga
llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi.
Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos
desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y
cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que
Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a
escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie
de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar
encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi
no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que
el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos
de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en
brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los
clamoreos y el olor a encierro.
—Anda velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle
bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo:
las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente
de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en
el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me
asomé a la pieza mortuoria. Misia Martita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo,
donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire
superior que acababan de lavar y amortajar a Celina, hasta se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece
como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía
rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio
naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era
ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría
entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa
blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil
repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña,
el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con
respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre
Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me
pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park,
bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo
achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskys y una mamúa padre. Me gustaba
salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más
me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para
presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Ésa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido
madre». Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les
bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo
queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía
forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que
no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede
por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a
poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido…
—Bueno, vos sabes que estaba muy mal del pulmón.
—Sí, pero lo mismo…
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo… Celina
tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra
vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor
a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y
calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de
seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro
pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la
enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo él doctor. Yo le pedí a Mauro que se
lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo
estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol
(Mauro jugó años atrás en Rácing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el
pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me
alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez
más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una
idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma
confianza.

Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi
lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad
lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a
mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran
narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero
mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin
placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta
la noche ayudaba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para
dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.

Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde
no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de
semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que
se hizo la sonsa. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara
tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario.
Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de
la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna
cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el
pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez,
todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a
su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo
inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que
lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor,
Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares,
sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos.
Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Rácing cuatro a uno, supe que todavía estaba
con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor
alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza
hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla
con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía
conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el
que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio.
Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el
domingo de paso al hipódromo, y verlo enseguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando
entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una
palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo
claro en los ojos, la mano dura al apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—¿Tenés que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace
eterno.
—Claro, precisas distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que
había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada,
y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar —«los amigos se ven
en estos trances»— y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que
tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de
cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en
realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al
clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la
milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo, usté… —el índice subía,
enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a
aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio
por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos
sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de
Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino
del baile.
—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes de
conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama
Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser
realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla,
menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba
abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa;
justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos.
Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta.
Compartimientos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero
una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y
malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos
los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de
ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner
extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y
la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y
aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia
porteña que cree que todo le es debido). Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una
mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las
dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos
cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.

—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba
pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres
se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se
hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El
cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más
bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta… Se prendía al
micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de
necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los
parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado…»—; pensé que sería
negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla
en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón
cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé
de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones
vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos; las mujeres casi enanas y
achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el
pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las
mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles
de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto
en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el
gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas.
Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la
noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué
oscuras servidumbres los aislan y disfrazan). Van a eso, los monstruos se enlazan con grave
acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados
gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son
jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se
ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado
a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los
monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los
lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante,
lociones, rímmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas
pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la
tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de
su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando
de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del
porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más
próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la
había elegido para complacer a la parte achinada de su clientela, los pocos que entonces se
animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero
después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la
sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.

—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco
bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente
aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos
cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos.
Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia
para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me
di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la
mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros
rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que
trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en
la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era
necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las
primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe,
medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate
dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y
valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando
apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.

Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino
como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la
sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina
había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba
como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo
a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo.
Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente
entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba
verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba
Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y
hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en
nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano
anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo
que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo,
cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe,
tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Rácing, Mauro y Celina prendidos
fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.

Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos
en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años
en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo
a la vez y entrevernos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un
codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los
dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las
parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y
desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se
las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca
repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y
cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y boy te busco y no te encuentro, a la
entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que
me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua
saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta
más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban
rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las
pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro
cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No
nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a
Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero
después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo
seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que
Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos
pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre
Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber
descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo
haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban
más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no
se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la
crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se
inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del
humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí,
después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero
entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender
eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que
temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y
el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba
salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara
que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse
parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo
atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me
quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en
el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los
clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y
entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado,
su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que
cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el
humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba
comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera
que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí.
—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre
estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi
levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía
a Celina. Yo me estuve quieto, filmándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las
puertas del cielo entre ese humo y esa gente.

Las puertas del cielo es un cuento del libro Bestiario de Julio Cortázar

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