Julio Cortázar: eternamente Cronopio y amado y argentino
Por Carolina Riccio
Julio Cortázar cumpliría 110 años el 26 de agosto, el escritor que siempre se veía joven. Detalles menores sobre el envoltorio de un alma atemporal, única, libre y fantástica.
110 años. Esos son los increíbles y hermosos años que cumpliría Julio Florencio Cortázar Descotte. Cuando pienso en esa cifra, automáticamente me viene a la memoria la vieja anécdota en la que Carlos Fuentes, creador de La región más transparente (1958), conoció a Cortázar.
Cuenta Carlos que se paró frente a este joven, al que no le daba más de veinte años y que describió como lampiño y desgarbado, y le dijo: “Pibe, quiero ver a tu papá”, pedido frente al cual el mismísimo Julio respondió, para sorpresa de Fuentes: “Soy yo”.
Siempre se dijo que tenía gigantismo y una enfermedad que lo hacía ver joven. Siempre pensé que esos eran detalles menores sobre el envoltorio formal de un alma atemporal, única, libre y fantástica.
Querido por sus colegas, resultan inolvidables aquellas fotos donde se lo ve a Gabo, sonriente, frente al gran Cronopio con máscara de vampiro, en un mundo de realismo mágico y fantasías atrapado en un sillón que los escritores compartían en una tarde de charlas literarias y “pausas húmedas”, como Julio definía chistosamente a tomar whisky.
Entrañables fueron las cartas que le enviaba a la poetisa argentina Alejandra Pizarnik donde, con determinación, pero también con un profundo amor fraternal, le reclamaba que la quería “viva” y le recordaba que “los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial”.
A través de sus cuentos pude emprender un travelling onírico en el que un pulover azul puede llegar a complicarte la vida y en el que la gente viaja en ómnibus llevando flores, donde un hombre no puede parar de vomitar conejos y en donde el tiempo es otro tiempo mientras suena el saxo de Johnny, o Charlie.
Y… ¡Cómo olvidar a Torito! , cómo no recordar su emoción cuando le compró el terreno a la vieja y, como buena espectadora de un espectáculo de boxeo, entre trompada va, trompada viene, me subo al ring a verlo hasta que “meta dormir nomás toda la noche dale que dale”.
Gracias a Cortázar aprendí que, con una piedrita, y a través de sus novelas y cuentos, se podía llegar al cielo y volver a sentirse un niño, donde lo fantástico y las casualidades son lo menos casuales del mundo. ¿Será por estas cosas que todos queremos tanto a Julio?
“Cocó” para la familia, “El Oso” para Carol, su último y gran amor. “Julio Denis”, para los que acompañaron sus primeros pasos como poeta. “El gran cronopio” para sus fieles lectores, como lo soy yo.
Me parece poéticamente bello y reconfortante creer que hoy Julio no está en Montparnasse, sino que se encuentra a bordo de Fafner, como un autonauta de una cosmopista donde puede ser, al fin, eternamente niño en su casa de Banfield, eternamente Cronopio, y amado, y argentino, y francés, y por sobre todo latinoaméricano, sobrevolando a la Nicaragua tan violentamente dulce, como escritor, como militante, como profe de Bolívar y acérrimo defensor de los derechos de los Cronopios, perdidos y dolientes, en un mundo de Famas.